domingo, 2 de octubre de 2011

Sangra por la herida

MIRTA YÁÑEZ

La Jiribilla, revista cultural cubana

Yo Claudia, Fausta, La Gataparda, Doña Segunda Sombra, La guardiana en el trigal, La Principita, Edipa Reina, La Cida Campeadora, Romea y Julieta, Mamá Goriot, La loba esteparia, Tartufa, Las Buddenbrook, Doña Quijota de la Mancha, La extranjera, La Maestra y Margarita, ¿verlo todo al revés?, ¿desde “otro” punto de vista? ¿El cuento como yo me lo sé?, ¿El evangelio según María Magdalena?

A veces los muertos preguntan ¿qué fue de nosotros?, ¿nadie se acuerda?, ¿quién va a hacer la historia? Basta apenas un poco de olvido para que los muertos y las muertas acudan impacientes a pasar la cuenta.

Vine a Comala, porque me dijeron que acá vivía mi madre, una tal Petra Páramo... Más o menos podría empezar así, aunque no me trae la ilusión de cumplir una promesa, tan sólo que rezuman los murmullos y salten al techo las gatas encerradas.

Quizá resulte imposible ceñirse a confidencias propias y repunten algunos disimulos ajenos. ¿Se acuerdan de aquella película de Bergman, Sonrisas de una noche de verano? Uno de los personajes requiere a una anciana apoltronada en la cama por sus razones de mantener silencio sobre ciertos picarescos recuerdos y ella responde, maliciosa, que aquel palacio donde residía le había sido entregado a cambio de que no los revelara. Visto el caso, puedo evocar mis memorias con toda tranquilidad sin romper compromiso alguno.

Memorias de Adriana.
La mujer invisible, La satiricona, Cándida, Cyrana de Bergerac, Lady Jim, La gran Gatsby, Martina Fierro, Poetisa en New York, Las tres mosqueteras, La prisionera de la máscara de hierro, Nazarina, Polifema y Galatea, Lazarilla de Tormes, Huckleberria Finn, Las hermanas Karamasova, Oliveria Twist, Las desnudas y las muertas…

¿Y contar otra vez la vieja patraña de buenos contra malos, obsesiones y aprendizajes de juventud, locura y muerte, cazadores y arponazos, con el mar de decorado de fondo, la captura de una ballena blanca, de Mobysa Dick? De acuerdo, pero “llámenme Fulana”, una del montón, de Las miserables, en cinco tomos.



Martín
El olor a sofrito inundaba toda la casa. Martín resistió la tentación de anotar para el manuscrito cómo se confeccionaba un sofrito cubano, puñetera práctica en boga de incluir recetas de cocina.

De un tiempo a esta parte no se le iba de la boca el vocablo puñetería. Desde que las cosas empezaron a salir mal, todo le parecía “puñetero”. Además de los conflictos públicos, de las situaciones calamitosas, de la trabajosa escritura, le cayó encima la puñetería de vivir en Alamar, el puñetero barrio de Alamar, en el este de La Habana.

Pese a sus intenciones, el espíritu de Martín acumulaba sobre una imaginaria tabla de madera las rodajas de cebolla, los fragmentos de ají espulgados de semillas, los ajos bien pelados y machucados, todo sumergido después en el aceite hirviendo, dorándose con lentitud y despidiendo aquel aroma inefable.

Martín abrió las aletas de la nariz y anotó en una de sus tarjetas mentales que las resonancias de los olores del sofrito lo asemejaban a la magdalena, el panqué de Marcel Proust. Sus efluvios lo remitían a la cocina de la abuela Antonia en la calle Amistad, en pos del tiempo perdido sin remedio. Esa asociación demasiado culta desentonaba y solo podría servirle más adelante para insuflar densidad a algún texto.

La mamá de Martín, de espaldas, atendía las exigencias de la cocina, y no asistió a esa evocación escindida entre las magdalenas proustianas y la irresistible fragancia del sofrito. Tampoco pudo presenciar la angustia de Martín ni el movimiento de sus hombros, o de un único vistazo hubiera adivinado que algo pasaba. Ella seguía ensimismada con la paleta de madera, revolviendo las especias en el aceite para que no se pasaran en el hervor y mantuvieran el punto dorado de la exquisitez.

Martín tuvo tiempo de recomponer su ánimo, atragantarse la bola que subía y bajaba por los conductos del pecho, donde se juntaban la nostalgia por la cocina de la abuela Antonia, la magdalena de cuando Proust era probablemente un guajirito glotón, las ganas de escribir al menos una página memorable como aquella y el olor del sofrito preparado por su mamá. Trató de prolongar todo lo posible la escena de inocencia en la cocina de su casa, tan vulnerable como todos los instantes inexplicablemente dichosos.

Martín le seguía diciendo “su casa”, aunque hacía casi treinta años que se había marchado, a mediados de los sesenta, los puñeteros sesenta, como todos los que, por aquella época, abandonaron sus hogares, unos para los estudios en la beca como él mismo, otros para el impenitente destierro, los de más allá, con poca o mucha suerte, quién podría decirlo, a la guerra y a la muerte. Pero no venían a cuento ahora los viajeros, los suicidas, los expulsados, ni los desbarajustes que se habían ido acumulando en la memoria. Martín cerró el archivo de los recuerdos generacionales y volvió a inmiscuirse en el olor del sofrito y en las manos de su mamá con la paleta de madera, dando vueltas a las cebollitas, los ajos y los ajíes en el aceite, tal como le había visto hacer desde siempre, algo inclinada sobre las hornillas, sin delantal y pensando en las musarañas, con un reguero de cucharones, pomos y platos al lado; una mano titubeante, la izquierda, agarrando el mango de la sartén, mientras su mano derecha revolvía con la espátula el mejunje que los cubanos llaman sofrito.

—No —advirtió ella—. Ni se te ocurra mojar pan en el sofrito. Espera a que sirva la comida.

Martín retrocedió por el pasillo y se sentó ante la mesa del comedor. “¿Ya están los resultados del análisis?”, preguntó la mamá de Martín, aparentando dejadez. “No, quizá la semana que viene”, contestó Martín. Esos días de espera, solo para la confirmación de los temores, no atenuaban el puñetero miedo.

Martín se acodó sobre el blanco y algo raído mantel. Hasta allí seguía llegando el perfume de la cocina, mezclado ahora con el familiar vaho de los muebles, esa tenue combinación de barniz y humedad de la casa de su mamá en el Vedado.


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Mirta Yáñez: Poeta, narradora y crítica. Obtuvo el Premio de la Crítica 2010 con su novela Sangra por la herida. Había obtenido ya el mismo reconocimiento en 1988 con El diablo son las cosas, en 1989 con La narrativa del romanticismo en Latinoamérica y en 2005 con Falsos documentos. Ha publicado, entre otros libros, Algún lugar en ruinas y Narraciones desordenadas e incompletas.

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