lunes, 11 de julio de 2011

¿Se acaba el predominio de Estados Unidos?

El Tiempo
Bogotá

La pregunta es cada día más frecuente entre los analistas y muchos empiezan a responderla con un sí. Incluso vieron el reciente viaje del presidente de China a Washington como el traspaso de la antorcha. En las recientes reuniones anuales de la Asociación Americana de Economía había un pesimismo generalizado sobre el futuro de los Estados Unidos. "La era del predominio norteamericano se acabó, afirmó un economista. "Los Estados Unidos deben prepararse para afrontar disturbios sociales entre acusaciones sobre quién ha sido el responsable del despilfarro de la primacía mundial", señaló otro. Ya hemos oído esa historia muchas veces, en los Estados Unidos y en otros sitios. La polémica historia de George Dangerfield, 'The Strange Death of Liberal England' (La extraña muerte de la Inglaterra liberal), describe la repentina decadencia de su país en el culmen de su poder al inicio del siglo pasado. El mundo que todos habían conocido pareció desaparecer simple e inexplicablemente. Muchos norteamericanos -los partidarios del Tea Party, por ejemplo- temen que algo similar esté ocurriendo en su país o que ya haya ocurrido. Dangerfield basó su diagnóstico en una muestra de instituciones, políticas y personalidades, sobre el fondo de la enconada lucha de clases de aquella época. Sin embargo, los norteamericanos han sido en general reacios a la lucha de clases. Cierto es que los Estados Unidos han albergado una estructura de clases rígida, si bien con relativa movilidad social, desde su fundación, pero a los norteamericanos no les gusta hablar de eso, ni cuando se quejan de las insensateces de la "minoría dirigente". Casi todos, aparte de los más ricos y de los más pobres, se califican a sí mismos de "clase media". Ese sigue siendo el espíritu democrático de los Estados Unidos. Aun así, hay razones para preguntarse si la forma de vida norteamericana sobrevivirá al siglo XXI y, en caso de que así sea, si será en los Estados Unidos o en otro sitio cuando la economía y el sistema político norteamericanos se desplomen bajo el peso acumulado de decenios de dirección nacional miope y oportunidades desaprovechadas. De hecho, muchos -en particular, muchos chinos- han considerado el reciente viaje del presidente de China, Hu Jintao, a Washington el traspaso de la antorcha. Los pesimistas llevan mucho tiempo diciéndolo. Los optimistas, señalando el PIB y otros indicadores, seguirán insistiendo en que los Estados Unidos nunca han estado mejor. Si hay una continuidad digna de subrayar, es la cohabitación habitual de los entusiastas con los convencidos de la decadencia: el vaso norteamericano siempre está simultáneamente medio lleno y medio vacío. No es casualidad que durante los años de Reagan y Bush, la última vez en que una política exterior tan enérgica coincidió con déficits tan grandes, un libro como Bound to Lead (Destinados a dirigir) de Joseph Nye (1990), siguiera inmediatamente a The Rise and Fall of Great Powers (Ascenso y caída de las grandes potencias), de Paul Kennedy (1988). El primero era un fuerte alegato sobre la necesidad de la hegemonía mundial norteamericana; el segundo avisaba sobre el "agotamiento imperial". Ambos autores basaron sus argumentos en una evaluación del marco subyacente -es decir, la estructura- del poder mundial. Los Estados Unidos estaban agotados, porque sus responsabilidades mundiales excedían cada vez más sus recursos nacionales, y estaban destinados a dirigir, pues el mundo está dispuesto a que así sea. Recientemente, se han formulado argumentos en torno a que EE. UU. debe dirigir el mundo para alejarlo de un "nuevo medievalismo" entre el "ascenso de los demás" y el relativo estancamiento de "Occidente". ¿Es válida la argumentación? Si observamos los momentos de una supuesta convergencia estructural -los decenios de 1880, 1920, 1950 y 1960 y el de 1990 en particular-, vemos que las fuentes de la prosperidad y el poder norteamericanos surgieron en un marco mundial y volvieron a reducirse. Tal vez el ascenso y la caída sean más un fenómeno cíclico que lineal. O tal vez no se trate de una cosa ni de la otra. La variable que falta en todas esas argumentaciones es la de la capacidad de dirección. Los dirigentes con capacidad de dirección nunca están destinados a elevarse o caer sólo por las circunstancias. La mayoría de los historiadores ponen la capacidad de dirección en primer plano de la historia humana, mientras que las variables estructurales tienen sólo un carácter condicional, no causal. ¿Por qué han tenido los norteamericanos tanta capacidad de dirección? ¿Están particularmente dotados o simplemente han tenido suerte? Ahora que los Estados Unidos han empezado por fin a alejarse de las pasiones que caracterizaron la reacción del país ante los ataques terroristas del 2001, es oportuno preguntarse si estaba en lo cierto Bill Clinton al decir que las virtudes y recursos de los norteamericanos siempre prevalecen sobre sus vicios y defectos. El sistema político de los EE. UU. nunca estuvo concebido para gobernar el mundo. Sus controles mutuos de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial estaban concebidos para frustrar cualquier misión de esa clase en manos de un Ejecutivo todopoderoso y es dudoso que los norteamericanos fueran a apoyar semejante activismo a perpetuidad. Los secretos del éxito norteamericano son transparentes y, sin embargo, difíciles de cifrar. El pragmatismo, el oportunismo, la ecuanimidad, la inventiva, la adaptabilidad y el optimismo estadounidenses y, sobre todo, su inherente competitividad contrarrestan sus tendencias a la violencia, la impaciencia, la superioridad moral y la imprevisibilidad, su gusto por la novedad y la celebridad pura y simplemente, y su confianza en sí mismos en masa: llegar, como les gusta decir, "lo más rápido posible y con la mayor cantidad posible". Quienes entienden la profundamente arraigada pasión de los norteamericanos por "llegar a la cima" saben por qué ni la guerra de clases ni ninguna otra guerra civil han conseguido destruir a los Estados Unidos desde adentro. El carácter norteamericano prefiere la sustitución a la destrucción, el beneficio mutuo a la suma cero. Sigue siendo cierto, tanto en su país como en el extranjero.

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