sábado, 9 de julio de 2011

Obiang, sus amigos y los de siempre

JUAN TOMÁS ÁVILA LAUREL




Guinguinbali






Cerrada por ahora la escenificación pública del poderío económico y la debilidad mental del general-presidente Obiang, toca volver a las arenas para enjuiciar sus relaciones con los guineanos que, por maldad, desinformación, ignorancia y oportunismo le apoyan, y las especiales relaciones con las potencias occidentales que tienen necesidad y apetencia por los recursos guineanos. Pero los vicios o atributos negativos que podemos encontrar en los ciudadanos guineanos que vilmente ejercen este denostado seguidismo los ponemos en la cuenta particular de los políticos, empresarios, jubilados, profesionales y particulares de los países occidentales que sacan o piensan sacar tajada de la particular situación de Guinea Ecuatorial.

Y de esta forma, reabrimos el debate de cuando la intelectualidad occidental creía que los negros eran incapaces de un pensamiento lógico, de equipararse, en suma, a los hombres de raza blanca. Y es que aquella malvada concepción no ha dejado de tener vigencia.

La clarificación del pensamiento anterior se produce con la constatación del estado del sentimiento de los periodistas, o blogueros, occidentales ante el hallazgo de un espécimen de la talla de Obiang. Enraizados en el pensamiento exclusivista en que se han educado, la mayoría de los hombre que tienen acceso a la luz editorial se regodea en los aspectos más abyectos de la dictadura guineana para justificar aquella mítica superioridad racial, presentándolos como la justificación de sus asertos racistas.

De esta manera, los hechos grotescos del dictador son minuciosamente diseccionados para el solaz de los lectores, aunque las consecuencias de los mismos en la población pasen a un segundo plano. Esta es la óptica que permite la publicidad de citas grotescas o los hechos más llamativos de Obiang, como discursos o dispendios, o los de su hijo, como la publicación de sus bienes en el extranjero, su alocada prodigalidad, cuando de los mismos países en que se producen estos actos de supuesta aberración no hay, hasta ahora, actos de repulsa tendentes a enjuiciar un status vitae que en estas comunidades o países sería escandaloso.

Esta actitud pasiva, que fue la que llevó al periodista Ken Silverstein a preguntar por la cantidad de investigadores que se necesitaba para poner a la luz pública los desmanes de Obiang y otros secuaces de su familia, no es casual, porque es la que sostiene la manida idea que cada comunidad tiene a los líderes que se merece. Los guineanos, pues, nos merecemos a Obiang, a su hijo, a toda su familia.

Es la justificación que se necesita para normalizar las relaciones económicas existentes entre el Occidente y las naciones regidas por regímenes dictatoriales, un hecho que libra de culpas a dichas potencias en lo que se refiere a la situación material y moral de los ciudadanos de las dictaduras con las que colaboran. Con la hipocresía como bandera, el mundo occidental, pues, necesita permanentemente de alguien grotesco en que escudarse, al amparo de las risas y los comentarios chuscos que provoca, para sacar tajada económica aprovechando las nebulosas de esta dolorosa comicidad.

Ejemplos, Teodorín: coches, mansiones, relojes, motos, hoteles, barra libre en las discotecas, regalos millonarios, lujuria a tutiplén. Teodoro Obiang: coches, los vimos durante la cumbre, relojes, mansiones, cuentas bancarias, arbitrariedades económicas, gestos inusuales, etc. Y es que los coches que forman parte de su parque móvil no se fabrican en Guinea, ni las mansiones, que son bienes inmuebles, se localizan en territorio guineano. Son otros, pues, los que se benefician de este dispendio alocado. Son, en concreto, los países occidentales que aparentemente, y para un lector no atento, emiten artículos críticos contra el estilo de vida de estos usurpadores.

En una recentísima alocución televisada con motivo de una efeméride política, el general-presidente dijo esto: “Algunos, al dejar un cargo dicen que son pobres. Y yo les digo, entonces, cuando tenías el cargo ¿por qué no preveniste eso?”. Esta declaración, hecho grave que hay que registrar para los tiempos inmediatos, es la confirmación de que no hay ningún freno a la corrupción cuando de ella se benefician los furiosos adeptos a su régimen.

En Guinea no se castiga a los corruptos cuando están del lado de Obiang, un hecho que ya no es novedad. Pero la relevancia de este hecho se destaca ahora por la creencia de que una persona enraizada en estos vicios por él alabados pueda acometer unas reformas que permitan un cambio plausible en la situación guineana. No hay elementos para creer en las promesas reformistas del general Obiang. Y esto fue lo que entendimos cuando, en otro artículo reciente, dijimos que era imposible dar crédito a estas promesas porque la clase política hacía de la corrupción la norma de conducta, y citábamos ejemplos de hermanos o parientes de Obiang enriquecidos con hechos que eran claramente delictivos, como apropiaciones, expropiaciones, etc. Son hechos públicos de los que cualquier guineano testigo puede dar fe.

Pero el hecho que relaciona esta corrupción con la beneplacencia del mundo occidental es el desembolso económico del que se beneficia cierta agencia norteamericana para tomar parte en dichas reformas y adecuarlas a sus necesidades. Es este punto el que echa por tierra el pensamiento maniqueo que incrimina a los negros y justifica su inacción. Y es un punto doblemente condenable, porque no sólo pone en evidencia la complicidad occidental en nuestros dolores, sino que, de manera injustificada, premia a ciertos individuos de comunidades libres del mundo occidental por el sufrimiento o el subdesarrollo de los guineanos, como si no fuera suficiente el usufructo que hacen de sus bienes, adquiridos por los nos sojuzgan.

Pese al carácter público, incluso internacional, del estado de cosas de Guinea Ecuatorial, y de los manejos delictivos de los que la desgobiernan, existe una presión sobre los que emiten y publican críticas contra ellos, individuos que pasan a constituirse en enemigos del poder, merecedores, por tanto, de la vindicta pública, expresada en despido laboral, amenazas, tortura, encarcelamiento o muerte. Es normal, y ha ocurrido en Guinea, que los opositores sufran la ira de los que detentan el poder, hasta pagarla con su vida.

Pero el velo hipócrita con que se envuelve el asunto de las dictaduras ha impedido que se asiente la realidad de que las fuerzas represivas de las dictaduras, como la guineana, son el brazo ejecutor de las potencias occidentales que se aprovechan del desconcierto político para enriquecerse, o afianzar sus economías. La incapacidad de las elites políticas locales para enjuiciar sus formas públicas de conducta impide que se vea la nitidez de la autoría moral, y muchas veces material, como ocurrió con líderes pre y postindependentistas, de los crímenes y abusos de los que son objetos los que disienten con la dictadura de sus países.

Y es que se vio la contradicción de que, pese a estos artículos que ponen en evidencia el carácter criminal de los dictadores, sus disidentes no son bienvenidos en los países occidentales donde a veces buscan refugio, y donde son recibidos con indiferencia o con abierto recelo. Este es el hecho que nos permite decir que la muerte de los opositores lleva la firma de los países que consienten y se benefician de las tropelías de los dictadores.

Es triste, pues, que la sentencia de muerte de un guineano venga de los mismos países en que se publican las noticias cómicas sobre la vida pródiga de quienes la ejecutan. La siguiente persona que sea torturada, encarcelada o asesinada en Guinea, llevará pues, el lúgubre consuelo de haber sido el enemigo de las potencias occidentales cuyos beneficios económicos se vieron amenazados por su acto cívico de disidencia.

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