domingo, 19 de diciembre de 2010

Memoria de Lezama

MIGUEL BARNET






La Jiribilla


La Habana



A Lezama Lima lo conocí primero a través de la lectura de algunos textos aislados en revistas literarias cubanas. Yo tendría entonces 17 o 18 años, y mi formación estaba regida por un pensamiento más bien racionalista. Lo más avanzado que conocía por esos años era la obra de Federico García Lorca, y algunos autores ingleses y norteamericanos. De la literatura cubana conocía muy poco.

Encontrarme entonces con una obra como la suya significó para mí el descubrimiento de algo completamente nuevo, algo que poseía la calidad de lo esotérico, de lo raro. A aquel deslumbramiento que tanto estimuló mi curiosidad siempre he sido muy curioso —le debo dos cosas que influyeron en mi formación intelectual: imágenes nuevas y la comprensión del valor artístico original de la palabra, de su especificidad. Y en ese sentido, es algo que siempre le agradeceré a Lezama, pues contribuyó a que me liberara de los cánones racionalistas.

Para mí, que empezaba a develar los misterios de la cultura a través de la etnología con la ayuda de Fernando Ortiz, Argeliers León y otros especialistas que contribuyeron a mi formación como investigador, Lezama representaba el asombro, la perplejidad; pero también lo suave, lo profundo. Era la otra dimensión, la otra orilla, aunque no por eso menos valiosa para mí. Era ese castillo de los encantamientos al que también tenía derecho a entrar. Así lo hice, mas no de un modo abrupto, sino en silencio. Y estoy convencido de que Lezama nunca supo cuán profundamente me adentré en ese mundo de claves que él creó.




Ante todo, porque cuando nos hicimos amigos y charlábamos, casi nunca hablamos de cuestiones literarias. A Lezama yo no le inspiraba conversaciones intelectuales ni esotéricas. Me veía como algo más ligero y juguetón, sin que ello nada tenga que ver con la frivolidad o la superficialidad.

Empecé a visitarlo en su casa años después de haber leído sus poemas y ensayos. No obstante, nuestro primer encuentro físico ocurrió en 1963. Me refiero, claro, a la primera vez que conversamos, pues lo había visto con frecuencia en la UNEAC, cuando ejercía una de las vicepresidencias. Allí lo veía sentado en aquella silla colonial Felipe II que está a la entrada, como un gran gurú, haciendo gala de su verbo hirsuto, de su imaginación aguda, de su ironía afilada y dulce. Recuerdo también un recital antológico que dio junto con Virgilio Piñera y Eliseo Diego, como una noche memorable de la cultura cubana. Él era el inefable, algo que me acercaba a un milagro que se sentía en torno a su persona.

Aquel primer encuentro tuvo lugar cuando Lezama trabajaba en el Centro de Investigaciones Literarias del Consejo Nacional de Cultura. Una tarde Calixta Guiteras y yo íbamos de regreso a nuestros hogares en el auto del Instituto de Etnología, y de paso por la avenida Carlos III llegamos a recoger al escritor. Él montó en el asiento delantero, miró hacia atrás, saludó a Calixta con mucho afecto y se dirigió a mí con una frase que usaría luego con frecuencia “¿Qué tal, jovencito?” En aquella ocasión, quiso deliberadamente impresionarnos, y yo tuve la suficiente intuición para captarlo. Lanzó para eso una de sus voladuras: “Si la etnología sirve de veras para algo tendrá que demostrar cómo los yorubá y los mayas se hallan encontrados en una misma corriente determinista”. Mi compañera, estoy seguro de eso, quedó más atónita que yo con la afirmación, y le hizo algunas preguntas que le pudieron aclarar esta especie de boutade. Lezama pasó después a exponer su teoría acerca de la Atlántida y no sé cuántas cosas más. Contagiado ya por el anaquillé, yo me limité a sonreír, como un homenaje a esa complicidad que se estableció entre él y yo y que llegó a ser entrañable.

Y voy a contarles algo que tal vez les pueda parecer increíble, pero de lo cual son testigos algunos de mis amigos: mi amistad con Lezama se selló a través del teléfono. Incluso fue él quien me llamó a mí, pues yo no me hubiese atrevido a tomar la iniciativa. ¿Llamar por teléfono al autor de Muerte de Narciso? ¿Qué iba a decirle? Entonces creía que con él lo único que uno podía hacer era intercambiar unos cuantos parlamentos barrocos o esotéricos. Pensaba, además, que nada tenía que ver con Lezama, que éramos mundos paralelos, opuestos, aunque a un mismo tiempo sentía una poderosa atracción hacia su personalidad tan magnética. Su llamada tuvo que ver, si no recuerdo mal, con unos poemas suyos que se iban a publicar en La Gaceta de Cuba. Y ahí empezó nuestra amistad.

Me acuerdo que en uno de nuestros primeros encuentros me dijo para picarme: “Eso de la piedrafina y el pavorreal me suena a mí muy parnasiano”, con lo cual aludía al nombre de mi primer poemario. “Lezama —le argumenté—, esos son símbolos de la charada con los cuales yo quise rendir homenaje a aquellos vendedores callejeros que, felizmente, la Revolución hizo desaparecer.” A lo cual él contestó: “Muy bien que el chino de la charada sirva para hacer poesía”. Yo no me ofendí con aquello, porque desde jovencito aprendí a acercarme a los grandes con humildad, sencillez y receptividad. Acostumbrado a tratar casi a diario a Fernando Ortiz y a que este me hiciera las observaciones más serías sobre mi trabajo y mi persona, aquello me pareció una frase que Lezama espetó para establecer la comunicación. Además, no me podía sentir ofendido porque lo admiraba mucho, con una admiración cariñosa. Lezama era una persona que inspiraba amor. Podía ser como de hecho lo fue, muy mordaz, pero hasta en su físico había algo blando, un rasgo humano que evitaba cualquier burla, rechazo o profanación a su persona.

A veces me llamaba por teléfono tarde en la noche, pues conocía mis hábitos noctámbulos. A su casa empecé a visitarla en 1966. Recuerdo que la primera vez fui con Julio Cortázar, Enmanuel Carballo y Reinaldo Arenas. Con Ugné Karvelis, editora de Gallimard, acudí también en varias ocasiones, pues siempre que ella venía a Cuba iba a saludarle. Trataba asimismo de no perderme las entrevistas que concedía a los periodistas. Aquellos fuegos verbales suyos, aquellas filigranas y malabarismos verbales la aplastante sabiduría que desplegaba con un encanto singular, constituyeron experiencias que me sirvieron como estímulo para una proyección más ambiciosa y trascendente de la literatura. Cuando salía de esos encuentros el entorno me parecía reducido, y muchas veces me sentí como algo que estaba de más. El cielo se me hacía de cartón piedra y los leones del Prado de papier maché. Lo único que entonces me incitaba era una llamada de Lezama para testimoniarme su afecto y preguntarme, como de costumbre “¿Cómo anda de resonancias psicofísicas?” Seguí en la medida de mis posibilidades el curso Délfico que nos legó. Por él leí a los clásicos y a los "raros" y me sumergí en el Libro de los Muertos.

Cuando cumplió 60 años, participé con alegría y honor en las fiestas que se le hicieron en la UNEAC y en casa de César López. En aquel aniversario Cuba le rindió su homenaje a través de nuestras principales publicaciones. Él, sabedor de que se lo merecía, lo aceptó sin vanidad ni aspaviento. Decía: “Mejor tarde que nunca”, pues antes de 1959 jamás recibió un reconocimiento similar. Fue la Revolución la que se lo vino a hacer, y Lezama se lo agradeció con textos tan hermosos como “El 26 de Julio: imagen y posibilidad”.

Soy de la opinión de que esa riqueza conceptual y verbal con la cual Lezama puso en jaque a los periodistas, representaba su arma de defensa frente a cualquier provocación, frente a cualquier pregunta indiscreta y capciosa. Conmigo, sin embargo, los diálogos fueron diáfanos, transparentes. Hablamos de la vida, de la indromuria de la calle, hacíamos comentarios simpáticos e irónicos, en fin, el guaguancó y la guantanamera de todos los días. En esas oportunidades, él hacía gala de su capacidad asombrosa para entrar en lo cotidiano, en lo intrascendente, y hacerlo de un modo muy cubano: con reticencias, con cierta picardía y, siempre, con ingenio. Pienso que si algo hermoso tuvo nuestra relación amistosa fue ese juego tan en tono menor que se estableció entre nosotros. No me gustaba Lezama cuando se ponía pedante y docto. A eso lo llevaron algunos de los que frecuentaban su casa. A Trocadero 162 iban como quien va a un perfomance. Yo prefería a Lezama más íntimo y cotidiano, al de “Confluencias”.

En fin, lo visité bastante. Pero más que por una curiosidad literaria, por el tremendo goce que experimentaba al conversar con él. Me acuerdo que en aquellas reuniones me leyó parte de sus últimos poemas, en particular las décimas de la querencia. Cuando cumplió los 60 años, le escribí el “Oriki para José Lezama Lima”.

Luego él lo reciprocó con creces con la décima que me dedicó y que siempre creí inmerecida. Aquellos versos suyos los enarbolo como un trofeo, como la distinción más alta que puede recibir un escritor joven y como un viscoso acercamiento al eras de la lejanía. En mi biblioteca conservo con especial cariño los libros que me obsequió, y que llevan dedicatorias como Para nuestra ángel de la jiribilla. Para Miguel Barnet, que puede poner a hablar la historia y que le pone su música o Por su espejo mágico para lo cubano. Y como corolario, esta décima que pienso, con la mayor fatuidad del mundo, una de las más bellas de todas las que escribió (y que me perdonen mis compañeros y amigos, a quienes Lezama dedicó también décimas muy hermosas):

“Entrelazada sortija el idolillo le lanza, trasfondo de la botija la muerte, la contradanza, y la flor que no se fija. Invocando al dios tiznado —el ajo está machacado cada línea es un dedito de Anfián como Pulgarcito bebido, no escriturado”.

El poema apareció por primera vez en La Gaceta de Cuba, y fue publicado en Fragmentos a su imán. Pero tal vez por haber sido su poemario póstumo y por no haber intervenido él en la edición, allí aparece como “Décima sin escritura”, sin la dedicatoria original que el propio Lezama me puso en el ejemplar de La cantidad hechizada que me obsequió. Es un olvido que incluso dio pie a un artículo aclaratorio publicado en la revista española Ínsula.

Según cambian las circunstancias históricas, la obra lezamiana adquiere un vuelo y una claridad cada vez mayores. Se torna más sencilla, si por sencilla entendemos madura, como expresó Antonio Machado.

Se ha impuesto así su profunda cubanía. Lezama sintió un amor raigal por este país y, en especial, por La Habana, por su atmósfera y sus recovecos. Se trata de un amor distinto, por ejemplo, al de Carpentier. La Habana lezamiana está muy metamorfoseada y metabolizada por sus obsesiones estéticas, y vista más en sus interiores: su visión oblicua le permite penetrar en otras zonas de la ciudad, en sus contrastes y transparencias. Alejo, en cambio, se ocupó más de los exteriores y del vuelo teatral y apolíneo, aunque pienso que ambas versiones resultan igualmente ricas y sugerentes.

En uno de sus textos, Lezama se lamentaba de no haber tenido la suerte de recorrer La Habana junto a Julián del Casal. Sin embargo, creo que sin él, al igual que sin Carpentier, sin Víctor Manuel, sin Portocarrero, para nosotros La Habana no sería la misma. Quien lee Paradiso ya no podrá verla con los ojos de antes. Ahí es donde radica, en parte, su importancia: con su talento contribuyó a transformar y enriquecer la realidad y a fundar una teleología insular.

Y es que Lezama fue dueño de los recursos de la alquimia. Lo mismo, que existen hechos históricos necesarios e inevitables, hay artistas que resultan necesarios e inevitables. Él fue uno de ellos. Y si es verdad, como dijo Guimaraes Rosa, que los grandes no mueren, sino que se quedan entre nosotros encantados, él permanecerá siempre entre nosotros en este castillo de los encantamientos que supo crear.

Puedo decir, en resumen, que para mí significó un privilegio muy grande haber contado con la amistad y el cariño de Lezama, a pesar de que tenemos mundos distintos y de no ser yo un especialista en su obra, ni siquiera uno de sus lectores asiduos. Pero sí lo respeté y admiré mucho, y lo puse en mi modesto pero muy personal olimpo cubano, junto con Fernando Ortiz, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y, por qué no, Rita Montaner. Todos ellos forman parte, en mi caso, de esa familia que nos inventamos los escritores y artistas para el soliloquio... y la compañía grande.



























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© La Jiribilla. Revista de Cultura Cubana
ISSN 2218-0869. La Habana, Cuba. 2010.

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